Anwar - la consulta / Cristóbal Benítez




Cristóbal Benítez


Resido en Francia, soy divorciado y tengo una hija. Nací en Chile en 1962. Mi familia pertenecía a la clase media acomodada, lo que significa, en términos prácticos, que pasé toda mi infancia viviendo en el « barrio alto » de Santiago, la capital, y nunca conocí otros sectores de la ciudad hasta mi regreso al país en 1989. Sin embargo, el atisbo de otras realidades llegó mucho antes. Recuerdo mis visitas a Puente Alto, una pequeña localidad cercana a Santiago. Uno de mis abuelos vivía allí y tenía una botillería. En verano, con mis amigos Pollo y Luchín, llenábamos un barril de agua y nos bañábamos por turnos. La casa de Luchín era una vieja construcción de adobes con el excusado en el patio. Éramos niños y, por supuesto, eso no nos importaba demasiado, pero de alguna forma quedó grabado en mi mente. En esa época también, cuando tenía seis o siete años, me llevaron de vacaciones a Tongoy, un balneario popular que se encuentra en el norte de Chile. Una noche fui a ver el espectáculo de un circo que estaba de visita en el pueblo. Una pareja de adolescentes trapecistas, una muchacha y un muchacho, presentaron un número y me di cuenta que sus trajes estaban remendados. Me dio mucha pena y rabia por eso. Me pregunté por qué artistas tan talentosos debían vestirse con ropas viejas y gastadas. Quizás en ese momento surgió en mí una « conciencia social ».

Luego vino un periodo de euforia, o así lo sentí yo. Las huelgas paralizaron al país y se dio inicio a la reforma universitaria. Mi padre empezó a impartir clases de arquitectura a los obreros de la construcción y mi madre se puso a estudiar cine en la universidad. El proceso culminó con el advenimiento del gobierno de la Unidad Popular y, durante tres años, observé cómo los cambios sacudían a la sociedad entera. Entonces, una mañana, todo se detuvo. El 11 de septiembre de 1973, las fuerzas armadas derrocaron al gobierno de Salvador Allende y la represión afectó a miles de personas, con una crueldad que nunca se había visto antes. A mi padre se lo llevó la policía el 17 de septiembre y, unos días más tarde, un amigo encontró su cuerpo en el servicio médico legal. El parte decía: « Causa de la muerte: múltiples heridas de bala ». Cuando pienso en esos días siempre llego a la misma conclusión: mataron por egoísmo, por codicia, mataron por maldad.

Partimos al exilio con mi madre y mi hermana y nos instalamos en Francia, en la ciudad de Saint-Denis, al norte de París. Para mí significó descubrir un mundo nuevo y atrayente. Se supone que Saint-Denis es una comuna de la periferia con muchos problemas, habitada sobre todo por obreros e inmigrantes, sin embargo, me encantaba el lugar porque olía a realidad y en nada se parecía a la burbuja del barrio alto de Santiago. Eso sí, tuve que rendir un examen previo para integrarme bien. Llevaba unas semanas en la ciudad y por primera vez en mi vida fui asaltado. Camino a casa, tres jóvenes me arrinconaron en la calle exigiéndome dinero. Yo pensé que era como en las películas de Holywood y levanté las manos. Ellos me preguntaron, extrañados:

—¿Por qué levantas las manos?

—Porque así se hace —contesté, y recibí un puñetazo.

Más tarde, al terminar el liceo, viajé a estudiar a la Unión Soviética. Me movía la curiosidad, y también por esos años me había convertido en un joven militante de izquierda bastante dogmático y racionalista. Quería ocultar mis emociones, borrarlas, pero, como dice el biólogo y filósofo chileno Humberto Maturana, los seres humanos somos mamíferos e incluso nuestros discursos más racionales se arman a partir de nuestras emociones. Yo agregaría que si somos éticos, nuestras emociones siempre deben expresar empatía y no represión. Y claro, no pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que en la Unión Soviética se vivía en una dictadura. Por fortuna, en todas partes hay gente buena e inteligente y aprendí mucho de ellos. Me hice amigo de estudiantes rusos, ucranianos, latinoamericanos, africanos, árabes...

En 1989 regresé directamente a Chile sin pasar por Francia. Nació mi hija. Trabajé en diversas oficinas de arquitectura y también hice otros trabajos por necesidad; vendí artesanías en ferias libres, fui administrativo en una constructora, cajero en una salsoteca, y como muchos, tuve periodos de cesantía. Cambió mi forma de ver el mundo, y finalmente volví a Francia. Alguien dijo por ahí que los humanos tenemos dos vidas, la segunda comienza cuando nos damos cuenta que tenemos una sola vida. Eso se aplica a mí. Me habría gustado estudiar historia, no pude hacerlo, pero sí pude escribir un libro. A veces me imagino a mi padre descansando en algún lugar, orgulloso de mí.

Aficiones: Me gusta sentarme en las terrazas de los cafés y mirar a la gente. Soy una especie de voyerista con ínfulas de antropólogo. También leo y escucho música, y cada cierto tiempo voy a comerme una pizza y tomarme una copa de vino. Por lo general aprovecho el momento para observar a los comensales...

Sobre libros: Siempre quise escribir, contar historias, hablar de lo que me inquieta. Escribir no es fácil, o por lo menos no lo es para mí, pero si existe un aliciente poderoso para hacerlo, entonces puede convertirse en una suerte de vicio delicioso, en un placer inconfesable. En mi caso, fue el medio natural para darle un nuevo giro a mi vida y reencontrarme conmigo, con el niño soñador de mi pasado.

Recuerdo que en mi infancia empecé leyendo novelas de Julio Verne, Jack London, Alejandro Dumas y después, al llegar a Francia, me apasionaron los cómics europeos y los libros de ciencia ficción. Leí cientos de cuentos y novelas de fantasía y anticipación, pero siempre he rendido un culto especial a Ray Bradbury y sus Crónicas marcianas. Pienso que logró una atmósfera poética y ensoñadora que rara vez ha sido igualada en el género. Algunos se han aproximado a esa forma de escribir, como Brian Aldiss, por ejemplo, pero sin superarlo jamás. Me gustan también Úrsula K. Le Guin y Marion Zimmer Bradley, porque rompieron con los estereotipos y las convenciones en la fantasía y la ciencia ficción, dándole un sentido humano y acogedor a sus relatos.

Después vino mi encuentro con la literatura iberoamericana. Curiosamente, este se dio cuando estudiaba en la Unión Soviética. Allá llegaban libros de editoriales cubanas, además, muchos estudiantes latinoamericanos recibían encomiendas con libros y me los facilitaban. Leía lo que caía en mis manos, desde Miguel de Unamuno a Vicente Blasco Ibañez, pasando por Manuel Puig, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Isabel Allende, García Márquez y otros.

No podría decir en qué medida todos estos autores influenciaron en mi forma de escribir, pero me siento muy cercano a escritores tan diferentes como Ray Bradbury, Manuel Puig y Julio Cortázar.

De hecho la única cita literaria que recuerdo es una de la novela Los premios de Julio Cortázar, porque resume muy bien mi forma de ver la vida: « Lo que llamamos absurdo es nuestra ignorancia ». En mi novela Anwar. La consulta, intento desarrollar esa idea con mis propias palabras y mi propio estilo, un estilo directo y, en lo posible, sin eufemismos. Una suerte de fantasía en que a los protagonistas les encanta conversar y discutir, mientras intentan cambiar el mundo...

Ahora, mi proyecto inmediato es continuar escribiendo y completar algún día la trilogía de Anwar.

Si ella me lo permite, por supuesto...

 

Toulouse, Francia - 2020





Anwar - la consulta / Cristóbal Benítez







© - Fotografía de Fernando Orellana : Alameda, Santiago de Chile, 1971.